domingo, 7 de noviembre de 2010

tragedia de armero


Tragedia de Armero

Vimos cómo la erupción del Volcán nevado del Ruiz el día 13 de noviembre de 1985 segó vidas, destrozó predios y desbarató ilusiones en Armero y Chinchiná. Tratemos de revivir ahora el lado humano de la tragedia de Armero, empleando como referente un artículo de Germán Santamaría, titulado ¡El horror! Publicado en el periódico capitalino “El tiempo” del 15 de noviembre de 1985.[1]
«ARMERO. Yo creía que conocía el horror. Pensaba que bastaba con ver parir a una mujer bajo un bombardeo en Beirut, o cinco niños aplastados en Popayán o una mujer sollozando frente a los cadáveres de sus siete hijos durante el terremoto de la ciudad de México.
Pero no: el horror lo conocimos en Armero Tolima y fue la sensación de odiar a Dios, a Marx, al gobierno, a uno mismo, odiar sobre todo a los que están vivos, a los que están sanos en el mundo, querer asesinar a los que este fin de semana bailaron, amaron o simplemente se rieron.
Allí, viendo a hombres y niños y mujeres y ancianos, todos desnudos, pedir auxilio entre el lodo y verlos agonizar y morir allí, fue, es y será una sensación como la de una tenaza en el corazón, como si un gato nos escarbara en el pecho.
A las tres de la tarde de este viernes, vimos a la niña Omayra Sánchez, de doce años, viva, por fuera del agua, del pecho hacia arriba, pero de la cintura hacia abajo estaba incrustada entre piedras y cadáveres, de los cuales uno era el de su padre y otro el de su tía. Para sacarla en ese momento, se necesitaba por lo menos una motobomba para succionar el agua, y docenas de helicópteros pasaban por allí pero nadie conseguía esa motobomba.
Mientras mirábamos con rabia, con rencor, aquellas máquinas voladoras, vimos otra escena de espanto. Allá al fondo entre ese inmenso lodazal que cubrió Armero un helicóptero se había sostenido en el aire, a escasos diez metros de altura. No se podía posar porque el lodo estaba blando aún. Entonces los socorristas descendieron y ataron un lazo a un hombre desnudo, todo negro de barro, como una momia, lo ataron de los pies, y el helicóptero se elevó y el hombre fue izado de los pies, es decir, quedo colgado cabeza abajo, como si fuera un tubo allí, amarrado al helicóptero.
Cuando el aparato se elevó unos diez metros, el hombre se soltó de los pies y cayó de nuevo al lodazal. Entonces los socorristas lo ataron otra vez de los pies y el helicóptero se elevó. El hombre no se cayó esta vez y fue bamboleándose en el aire, como un fardo llevado por la máquina. Corrimos hacia las colinas donde se poso el helicóptero, después que descargó el cuerpo. Nos aproximamos, y aquella masa de carne y lodo aún vivía. Sus labios decían algo. Estaba vivo, había permanecido allí dos días en el lodazal y se había caído del helicóptero.

LA LLUVIA APOCALIPTICA
Han pasado tres días desde las once y treinta de la noche del miércoles cuando “se vino el Lagunilla”. A las cinco de la tarde comenzó una lluvia de ceniza. Cayó hasta las siete y media. Entonces cayó un aguacero torrencial, ruidoso, como si de desgajara toda el agua del cielo.
Pero en forma intempestiva cesó la lluvia de agua y comenzó el más extraño aguacero jamás conocido en Colombia: de arena. Cayó y cayó y cayó una arena menuda, tibia, tan fina, como aquellas arenas de las playas de oro del Chocó.
A las diez y media cesó el aguacero de arena. Pablo Vélez, gerente del banco de Colombia en Cartagena, se disgustó porque esa lluvia de arena le había rayado el carro. Diego Uribe Londoño, quien lo acompañaba, dijo “me voy para Bogotá y se vino”; en ese momento se fue la luz. El pueblo quedó en tinieblas. Cuando salió por la calle del comercio vio que toda la gente estaba afuera, como enloquecida. Un olor a azufre penetraba todo el pueblo y las gentes corrían en las calles, sobrecogidas del pánico. Ya se sentía un ruido como si arrastraran cueros cañón arriba del Lagunilla. Era un ruido que venía que se volcaba sobre el pueblo.
Diego Uribe aceleró su Ranger, cuya tasa ya estaba llena de gente que se había subido, en forma desesperada. Un hombre que iba en una moto arrojo una niña hacia el interior de la camioneta. Dos muchachos se agarraron del guardafango. Diego Uribe vio por l espejo retrovisor que la ola, que la cresta, que esa masa de agua y lodo lo perseguía.
Entonces hundió el acelerador a 150 kilómetros por hora y la camioneta Ranger se tragó la carretera rumbo a Mariquita. Fue una endemoniada carrera y la masa de fango y de lodo lo persiguió durante casi diez kilómetros, hasta las orillas del Río Sabandija.
Diego Uribe Londoño y todos los que iban en la camioneta se encontraron de pronto con que las gentes de Mariquita huían porque el río Gualí se había desbordado y se abalanzaba contra el pueblo.
Entonces treparon hasta una colina, buscando la protección de la altura y desde allí escucharon en la distancia el bramido de los ríos Lagunilla y Gualí. Pasaron la noche escuchando la muerte cercana.
Todas aquellas gentes que habían dejado como enloquecidas corriendo por la calles de Armero, entre la oscuridad, habían muerto. Ahora yacían bajo una masa de lodo de hasta siete metros de espesor, la tumba más profunda del mundo.

LA LLANURA DE LA MUERTE
El jueves hizo frío como en Bogotá, pero el viernes y el sábado calentó el sol de manera implacable. Entonces se comenzó a endurecer la esa masa de lodo que se extiende a lo largo y ancho de 20 mil hectáreas de llanura tolimense. Debajo yacen sepultados 5 o 20.000 personas. Un hombre por hectárea es tal vez una tumba demasiado grande pero es un poco menos de la tierra que un hombre necesita para vivir. La tierra que jamás ellos tuvieron.
Desde la altura, se alcanzan a ver los cadáveres desnudos. También los vehículos destrozados. También los vehículos destrozados. Los árboles retorcidos. Algunos colchones desperdigados. Pero en general, es una superficie limpia, pulida, como una enorme explanada solitaria. Hay mucho silencio y las aves negras de la carroña observan desde los árboles distantes, pero están como temerosas de sobrevolar sobre aquella llanura solitaria.
Un olor a azufre y otro olor innombrable se levantan de esta vasta llanura de la muerte. En una de sus fronteras, donde el lodazal de color amarillento y pardo limita con los cultivos de arroz, rucios ahora por la arena que los llovió, se observa a unos campesinos que cavan un hueco muy grande para sepultar allí los cadáveres que quedaron en las orillas.
También se observan en los potreros las personas que desnudas, pero como momias cubiertas de barro deambulan con los ojos enrojecidos y como dementes errantes, se quedan paralizadas cuando tropiezan con alguien que vaya vestido, porque tal vez piensan que los anormales son los otros.
Sobre esta vasta soledad de muerte no se escucha tanto llanto. Murieron o sobrevivieron hombres tolimenses, la mayoría pobres, hombres sin tierra, peones del campo, curtidos por el trabajo y por todas las violencias. Murieron porque la naturaleza se desbocó, también porque el Estado Colombiano no fue capaz de dinamitar una falsa represa sobre el río Lagunilla o colocar sistemas de alarmas sobre el río, cuando se sabía que si había deshielo, Armero iba a ser borrado de la faz del mundo.
Entonces cuando se lleva sangre tolimense en las venas, sangre nacida allí en las montañas arriba de Armero, se siente rabia contra todo, contra Dios, Marx y sobre todo el Estado. También se siente uno como una hiena por tener que haber visto este horror y después tener que pasarla a máquina.»

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